martes, 15 de enero de 2008

Kysel

Rescataba estados decadentes de su recuerdo para crear esa sensación en sus personajes. Los recuerdos pertenecían esencialmente a un pasado muy lejano en el que todo parecía estar teñido de un color grisaceo. La sensación de decadencia le hacía sentir hundida por un lado pero, al mismo tiempo, hacía arder un odio profundo y desmesurado por todo aquello que la rodeaba. Los personajes de sus historias odiaban en toda clase de grados y maneras, por los más diversos e inexplicables motivos.
Entre todos esos personajes escribía recurrentemente sobre una niña pelirroja con los ojos azules que se desgarraba el alma ante cualquier superficie que reflejara su imagen porque en ella encontraba una mirada que no le pertenecía, esos ojos formaban parte de una máscara invisble de la que no podía deshacerse. La máscara se había forjado en años de oscuridad con el afilado y preciso diseño que solo el lapiz miedo a algo desconocido puede conseguir. Cualquier sensación recibida a través de sus cinco sentidos era procesada archivada en un lugar recóndito y distorsionado en el que había aprendido a eliminar cualquier tipo de sensación positiva que un determinado estímulo pudiera aportar a su espíritu por su profundo y decidido convencimiento de que ese optimismo inicial sería siempre ficticio. Un muro infranqueable una vez más. Un pozo sin fondo. En ese lugar todos los sonidos cobraban un desquiciante eco que se convertía en reverberación infinita, las imágenes se hacian opacas y trágicas... y el tacto, cualquier sensación a través del tacto, se volvía millones de espinas y cuchillas afiladas clavándose. Caminaba impasible siempre, evitando reflejarse en superficies reflectantes e intentando buscar una manera de terminar su existencia sin causar daños. De la mirada y la sonrisa cálida y tranquila que proyectaba su máscara dependía la existencia de varias personas y momentos, tal vez hipócritas, tal vez no.
La sensación que proyectaba especialmente en este personaje le hacía sentirse atrapada en un lugar extraño del que solo sabía despertar si unas gotas de sangre recorrían su muñeca. Era un placer y libertad totalmente momentáneo y fugaz; luego aparecía el odio de nuevo, el odio que solo sentía al rescatar la decadencia. Al camuflarla con un pañuelo en su muñeca.

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