martes, 6 de mayo de 2008

Incienso (III)

La corriente deshizo el hilo de cenizas de incienso consumido en el quemador. Polvo gris que antes de esa brisa fugaz parecía tener una forma. Ya no quedaban más varillas; solo esos finos cinco pequeños palitos que restaban una vez consumida la mecha. En otro tiempo, ese humo nublaba su visión a través de la ventana de aquella fábrica abandonada que unos visitaban por el techo, otros por la droga y, el resto, por momentos físicos de los que no guardarían ningún recuerdo al día siguiente. Los últimos reflejos de la tarde hacían centellear el prisma de cristal: ese extraño objeto que tomó prestado de aquella habitación sabiendo que nunca nadie lo reclamaría. Muchas veces se preguntaba a quien habría pertenecido y que uso le daría. Nunca lo sabría. Para ella era la esperanza que nunca existió cuando el rojo de sus uñas contrastaba con ese pelo negro brillante (el suyo y el de su gato), representaba la expectativa de un más allá. Ahora, mirando el destello en arco iris que proyectaba el prisma sobre las cenizas esparcidas en la mesa, vio todos aquellos días repletos de aquel humo, de aquel olor y de aquel reflejo y sintió una nostalgia desfilando en su interior disfrazada de euforia, de tristeza infinita, de lujuria y de muchas otras etéreas vestimentas. Se miro en el espejo: habían pasado veinte años de aquellos días. Miro a través del prisma de cristal y en el recuerdo volvió a resonar esa voz grave, esa voz a la que, si no prestaba atención a las palabras que dibujaba, era una caricia que, a través de su sentido del oído, retumbaba dentro de ella y hacía vibrar cada milímetro de su ser con la misma destreza que sus manos dibujaban sinuoso erotismo en todo lo que tocaban, con la misma precisión que esos cuchillos de saliva se ajustaban a la frecuencia del deseo. Esa voz estaba en el prisma, en su reflejo, en la corriente y, sobre todo, en el dibujo aleatorio, pero moldeable, de las cenizas del quemador que el viento había creado.

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